Ucrania: Los antecedentes

Nota de Flabian Nievas sociólogo UBA

La guerra es un fenómeno complejo y entenderla requiere un ejercicio de contextualización que permita tener un panorama de las dinámicas que concluyen en la conflagración. Esta guerra, que se libra en territorio de Ucrania, es la resultante de un conjunto de dinámicas históricas y coyunturales, algunas con antiguas raíces. El territorio en el que hoy existe el Estado de Ucrania se conformó sobre poblaciones heterogéneas, con raigambres culturales disímiles. La fractura geográfica que constituye el río Dniéper constituyó, grosso modo, la delimitación de dos ethos político-culturales, a partir del período conocido como “la gran ruina”, comenzada en 1663 tras la abdicación del Hetman ucraniano, que ocasionó una discordia generalizada. Debido a la falta de acuerdos, se reunieron dos consejos, siendo elegidos dos hetmanes: uno para los cosacos de la Ribera Derecha (del río Dniéper), que estaban aliados con Polonia-Lituania; y otro para la Ribera Izquierda, aliados con Moscú. Esta división originaria, aunque no se desarrolló nunca de manera lineal y continua, fue moldeando configuraciones divergentes, aun en el marco de una formación estatal premoderna, en la que no se puede hablar de ucranianos sin incurrir en un anacronismo. La población de entonces, y de los siglos siguientes, puede agruparse en tres grandes grupos: nobles, campesinos y cosacos, siendo estos últimos un grupo semi-nómade, que podían actuar tanto como agricultores cuanto como guerreros (el término “cosaco” es de origen tártaro, y significa “guerrero libre”). La parte de la ribera derecha se integraría al Imperio Austro-húngaro a fines del siglo xviii, tras el desmembramiento final de la Mancomunidad polaco-lituana, conformando parte del conglomerado de grupos proto-nacionales, denominados rutenos. La parte de la ribera izquierda, en tanto, quedó bajo la égida zarista, que ya estaba en plena expansión en distintas direcciones, estructurando su propio imperio bajo el mando de Pedro “el grande”.

Esta división, aunque no disolvía los lazos entre ambas comunidades, se mantuvo hasta inicios del siglo xx, consolidando dos trayectorias paralelas que, en aproximadamente un siglo y medio, generó lazos intracomunitarios diferenciales entre una y otra.

Con la Primera Guerra Mundial ambos imperios, el austro-húngaro y el zarista, se hundieron. Esta dislocación política permitió la emergencia de diversos grupos reclamando la conformación de Estados nacionales. Dado que los grupos étnicos no tienen fronteras definidas, como tampoco un territorio de contornos nítidos, a la vez que los mismos espacios fueron ocupados, en muchas ocasiones, de forma alternativa por distintos grupos, la definición final fue el resultado de complejas y dinámicas relaciones de fuerzas entre diferentes poblaciones. Tales resoluciones, por su parte, dejaron insatisfechos a todos, como es usual en estos procesos. Polonia, Estonia, Lituania, Ucrania, Bielorrusia, fueron producto de esa resolución, en las postrimerías de la Gran Guerra, y en el marco de la guerra que se desarrollaba en Rusia entre las fuerzas revolucionarias y las contrarrevolucionarias, apoyadas estas últimas por potencias extranjeras.

Cuando dicha guerra estaba relativamente definida a favor de los bolcheviques, se creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, federación en la que cada república gozaba de algunos grados de autonomía, pero ninguna al nivel de la que tenía Rusia. El gigante soviético era la entidad política más extensa del planeta, con 22,4 millones de kilómetros cuadrados.

Tras la muerte de Lenin y el encumbramiento de Stalin comenzó una política de represión interna que parte de la población de la República Socialista de Ucrania sufrió particularmente. Los campesinos designados como “kulaks” fueron declarados enemigos de clase del pueblo, en oposición a los “batraks” (campesinado pobre), y fueron deportados en gran número a Siberia. Se impuso la colectivización del campo, que fue resistida por los campesinos, lo que fue respondido por el poder central con la confiscación de los granos, provocando el “Holodomor” (genocidio ucraniano) en 1932, que se cobró no menos de un millón y medio de vidas, aunque las cifras son variables según distintas fuentes, y no es descabellado suponer que fueron alrededor del doble de ese número. En las regiones donde esto fue más agudo desaparecieron poblados enteros, que luego fueron habitados por migrantes, en su mayoría, rusos.

Los grupos nacionalistas, que habían luchado con poca suerte contra rusos y polacos (y que, incluso, enviaron emisarios a las tratativas de Brest Litovsk pidiendo el reconocimiento de un gobierno autoproclamado, sin obtener siquiera ser recibidos), alimentaron su resentimiento anti-ruso. Estos grupos estaban radicados en especial en el occidente del país. Tras la ocupación alemana de los Sudetes, Checoslovaquia se convirtió en una federación de checos, eslovacos (que formalmente se declararon independientes) y ucranianos, que por las suyas declararon la fundación de Ucrania Carpática el 14 de marzo de 1939, pero fue inmediatamente ocupada por Hungría, que contaba con la venia alemana para tomar ese territorio que hacía tiempo anhelaba.

Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, la Organización de Ucranianos Nacionalistas operó, en sus dos fracciones (una de las cuales la lideraba Stepan Bandera), en sintonía con el ejército alemán: la fracción de Bandera creó dos batallones con autorización alemana, mientras que la otra incorporó varios de sus hombres a la Gestapo; en ambos casos sus únicos objetivos eran el Ejército Rojo y las guerrillas de apoyo al mismo. En paralelo, otros ucranianos, mayoritariamente del este, se sumaban a los grupos partisanos que combatían a los invasores. Para no incurrir en anacronismo, hay que consignar que las tropas alemanas eran bien recibidas por gran parte de la población (no sólo en Ucrania, también en los países bálticos), que los veían como liberadores del comunismo. Así lo creyó también Bandera, cuya organización declaró la restauración de la independencia de Ucrania el 30 de junio de 1941. En el documento se decía que la independizada Ucrania “colaborará estrechamente con la Gran Alemania Nacional Socialista, que bajo la conducción de Adolf Hitler, está abocada en la formación de un nuevo orden en Europa y en el mundo, y está ayudando al pueblo ucranio a liberarse de la ocupación moscovita.” Este paso, inconsulto con los alemanes, les valió la cárcel a Bandera y uno de sus batallones. No obstante, las poblaciones ocupadas prontamente percibieron que la opresión alemana era peor que la comunista, cuya consecuencia fue que, cuando comenzó el contraataque soviético, carecieron del apoyo brindado inicialmente por la mayoría de la población local.

Los resentimientos entre quienes colaboraron y quienes resistieron se intensificaron, reforzando las diferencias que históricamente se fueron construyendo. El batallón de Bandera que no fue capturado junto a la otra fracción de OUN crearon el “Ejército Insurrecto Ucranio” (UPA), que luchó contra los alemanes y contra la guerrilla soviética. A ellos luego se sumaron algunos tártaros, azeríes, georgianos y armenios, conformando el “Bloque Antibolchevique de Naciones”. Esta guerrilla siguió actuando, aunque cada vez más debilitada, hasta 1952. A inicios del año siguiente murió Iosif Stalin, y asumió el liderazgo de la Unión Soviética Nikita Jrushchov, a quien sucedió el ucraniano Leonid Brezhnev. Esto es simplemente ejemplificativo del complejo panorama en que se forjó la institucionalización del Estado-nación ucraniano, cuya culminación fue el 24 de agosto de 1991, cinco días después del fallido golpe de Estado contra Gorbachov, cuando Ucrania proclamó su independencia. Sin embargo, tal iniciativa no tuvo apoyo unánime de todos los ciudadanos. El plebiscito a que se sometió la declaración de independencia mostró que la misma tuvo un apoyo de poco más del 90%, salvo en Crimea, donde apenas sobrepasó el 54%. Allí se deben buscar las razones de por qué, casi un cuarto de siglo después, Rusia fractura con relativa facilidad la adhesión de los crimeos a Ucrania (república a la que había sido transferida en 1954, habiendo pertenecido a Rusia desde 1945).

El primer presidente, Leonid Kravchuk (1991-1994) fue salpicado por la corrupción que se dio con el proceso de privatizaciones. En paralelo, en Rusia ocurría algo similar con Boris Yeltsin. Con el segundo presidente, Leonid Kuchma (1994-2005) se dictó la nueva Constitución, que le permitió la reelección. Lo sucedió Víctor Yúschenko, que propiciaba un acercamiento a Europa y de distanciarse de Rusia, en una reñida disputa con Víctor Yanukóvych, apoyado por Kuchma y partidario de una colaboración estrecha con Rusia. Tan ajustado era el resultado, que primeramente se dio por ganador a Yanukóvych, pero ante la movilización (la “revolución naranja”, como fue llamada por los partidarios de Yúschenko), se dio por ganador al candidato anti-ruso (2005-2010). Además de imponer el idioma ucraniano como único oficial (pese a que se hablan otras lenguas, principalmente el ruso, en el este y sur del país), reivindicar la división Halychyna, que había luchado como parte del ejército alemán contra los soviéticos, fue quien comenzó a entablar negociaciones para ingresar en la Comunidad Europea y en la Organización del Atlántico Norte. Esto no solo generó tensiones con Rusia, sino dentro de Ucrania, con gran parte de la población que se opuso al cambio de orientación, previendo una suerte de extrañamiento respecto de su propia historia. Este malestar, más discrepancias en la fuerza gobernante, llevó al triunfo en el siguiente turno electoral a Víctor Yanukóvych, quien comenzó a desandar el camino pro-europeo de su predecesor y a acercarse más a la Federación Rusa. Esto desembocó en lo que fue el inicio del conflicto armado, que fácilmente puede encuadrarse como “guerra híbrida”.

Es necesario reseñar, también, otro movimiento geopolítico que alimenta este conflicto. Tras la disolución de la Unión Soviética y, consecuentemente, del Pacto de Varsovia (alianza militar de los países del este europeo), hubo promesas formales de que la OTAN no incorporaría países que hubiesen estado en la alianza opuesta. Sin embargo, una primera expansión territorial de la alianza atlántica fue en 1990, con la reunificación alemana, lo que significó la incorporación del espacio de la ex República Democrática de Alemania. Pero, de manera indisimulable, rompió lo acordado en 1999, cuando se incorporaron Hungría, Polonia y República Checa; a esto siguió una segunda ola expansiva en 2004, cuando se sumaron a la OTAN Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumania; Croacia y Albania lo hicieron en 2009, Montenegro en 2017 y Macedonia del Norte en 2020. El cerco sobre Rusia se hizo cada vez más estrecho.

El Euromaidán, comienzo de la guerra híbrida

Cuando Yanukóvych anunció, el 21 de noviembre de 2013, que suspendía la firma del acuerdo de asociación con la Unión Europea, y que pretendía reemplazarlo por un acuerdo que, además de la Unión Europea, incluyera a Rusia, los partidos de oposición convocaron a protestas en las calles de Kiev, logrando las mayores movilizaciones desde la “revolución naranja”. Entender esto es relativamente sencillo; la capital, Kiev, está en el corazón de la zona noroeste, que es donde se asientan los grupos más reluctantes a la vinculación con los rusos, y quienes más propugnaban la “europeización” de Ucrania, mientras que en el sureste están la población más vinculada (incluso hasta por lazos familiares en muchos casos) a Rusia.

El Euromaidán (“maidán” es “plaza”) fue llamada por sus partidarios la “revolución de la dignidad”, mientras que analistas militares rusos advertían que era el comienzo de una guerra híbrida, algo que es difícil de establecer en el momento de los acontecimientos, salvo que se cuente con información privilegiada, proveniente de servicios de inteligencia, lo que es probable en el caso ruso. Un observador externo debe esperar el desarrollo de los acontecimientos para tener la certeza de que esa es la primera fase de una guerra híbrida y no un movimiento fenoménicamente similar, pero esencialmente distinto. La conformación del Pravy Sektor (“Sector derecho”, partido de ultraderecha) en el Euromaidán, con su despliegue de violencia, que se replicó poco después contra los sectores que apoyaban la política del gobierno, podía ser considerada episódica o indicativa de un fenómeno de mayor escala. Solo con el transcurso del tiempo se podía tener certeza respecto a la caracterización.

Después de un reflujo de las acciones, a inicios de 2014 se desató una secuencia de acontecimientos vertiginosa, que quitaron capacidad de respuesta al gobierno. El 19 de febrero el Óblast Lvov (cuna del nacionalismo ucraniano y fronterizo con Polonia, que es miembro de la OTAN) declaró su independencia del gobierno central; en simultáneo, en varias ciudades del noroeste se produjeron disturbios, ataques a comisarías, alterando el ciclo OODA (Observar – Orientarse – Decidir – Actuar), con lo que se lleva a la virtual parálisis del atacado. Esto culminó con la caída del gobierno, la instalación de autoridades transitorias, y la convocatoria a elecciones el 25 de mayo que fueron ganadas por Petró Poroshenko, uno de los hombres más ricos de Ucrania, dueño de la industria del chocolate, que recorría las manifestaciones del Euromaidán distribuyendo chocolates. Pero antes de que eso ocurriera, y cuando estaba interinamente al frente del ejecutivo Alexander Turchynov, comenzaron una serie de rebeliones en el sureste ucraniano.

El 11 de marzo Crimea y Sebastopol se declararon independientes, conformándose la República de Crimea que, tras el plebiscito del 16 de marzo, se unió formalmente a Rusia el 18 de marzo. La semana siguiente, convocado por Obama, se reunió el G-7 (Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia, Canadá, Reino Unido y Japón) para expulsar a Rusia del G-8.

 El 7 de abril, manifestantes tomaron el control de la administración regional de Donetsk, e inmediatamente proclamaron la República Popular de Donetsk (ese mismo día se autoproclamó la República Popular de Járkov, pero las autoridades gubernamentales recuperaron el control al día siguiente). Las tensiones políticas y revueltas se tornaron hostilidades militares abiertas. El gobierno central envió tropas al sureste y los separatistas los enfrentaron. En Donetsk derribaron un avión militar con cuarenta paracaidistas que iban como parte de un contingente a intentar recuperar el control de la región. Un mes después, luego de un referéndum, se proclamó la República Popular de Lugansk.

Este reacomodamiento territorial es una manifestación inequívoca y dramática de la tensión imperante en la población ucraniana, algunos de cuyos hitos intenté mostrar, y que, indudablemente, en muchas coyunturas (como en esta) está alimentada desde afuera del país. En 2014 Ucrania entró de lleno en la fractura geopolítica entre la Federación Rusa y la OTAN. No solo el escalamiento del conflicto, sino en buena medida la instalación del mismo tiene la huella de al menos dos potencias: Estados Unidos, principal aportante de la alianza militar atlántica, que por entonces estaba gobernada por el belicoso Premio Nobel de la Paz, Barack Obama; y Rusia, a cuyo frente estaba por segunda vez de manera formal Vladimir Putin. Los viejos contendientes de la guerra fría se acercaban nuevamente al ring.

Segunda fase: la guerra no convencional

A partir de ese momento el gobierno ucraniano comenzó a dar un tratamiento exclusivamente militar a los separatistas del Donbas, región en la que se encuentran las dos repúblicas populares, asistidas militar y económicamente por Rusia. Crimea, por su parte, al incorporarse formalmente a la Federación, se volvía virtualmente inatacable, ya que un ataque a la misma era un ataque a Rusia. El poder de fuego de los separatistas fue suficiente para mantener a raya a las fuerzas gubernamentales ucranianas. El 17 de julio un avión Boeing 777 operado por Malaysia Airlines fue alcanzado por un misil tierra-aire en la zona del Donbas, provocando la muerte de los 298 ocupantes de la nave. De inmediato hubo acusaciones cruzadas y al día de hoy no se esclarecieron totalmente las responsabilidades. Desde entonces a la fecha la guerra “interna”, financiada y alimentada con armas desde afuera de la región, se cobró unas 15.000 vidas, en su gran mayoría de civiles. Los intentos de una paz negociada fracasaron dos veces; sendos acuerdos de Minsk (diciembre de 2014 y febrero de 2015) fueron rápidamente incumplidos por las partes, por lo que las hostilidades siguieron su curso. Pese a todo, ninguna de ambas repúblicas tuvo reconocimiento formal por parte de Rusia.

Mientras tanto, la presidencia de Poroshenko se vio signada por la recesión económica y los escándalos de corrupción por el desvío de fondos del Ejército, además de quedar señalado en los “Panamá papers” y en los “Paradise papers”. El cierre de industrias elevó el desempleo empujando a la emigración a miles de ucranianos, y reaparecieron enfermedades propias de la pobreza y la falta de prevención como la tuberculosis, el sarampión, la poliomielitis y la difteria.

El estancamiento del conflicto del Donbas expresaba el relajamiento en la disputa geopolítica entre Estados Unidos y la Federación Rusa. El entonces presidente estadounidense, Donald Trump, consideraba obsoleta a la alianza atlántica, a la que le quitó financiamiento debilitándola en su operatividad. Por ello, pese a la insistencia de las autoridades de Ucrania por ingresar a la Unión Europea y a la OTAN, su membresía no era aceptada. Por otra parte, Rusia no mostraba interés en avanzar decididamente sobre el Donbas, lo que evidenciaba con su reticencia a reconocer las repúblicas populares, pero tampoco les dejó de prestar asistencia, lo que indica que su existencia les resultaba beneficiosa, como punto de presión sobre las pretensiones del gobierno ucraniano.

En ese marco de crisis económica, desencanto político e irresolución militar, las nuevas elecciones en Ucrania del 19 de abril de 2019 convocaron la atención sobre un outsider, Volodimir Zelenski, quien realizó su campaña de manera casi completamente virtual, concitando adhesiones variadas, incluidas las de sectores ultraderechistas, aunque él mismo no expresa esa posición. Casi en paralelo, en Estados Unidos Trump cayó frente al demócrata Joe Biden, quien siempre fue un férreo defensor de la alianza atlántica, y dio un giro de 180° a la política de su antecesor respecto de la OTAN. Esto generó un nuevo escenario, que rápidamente cobró dinamismo.

Tercera fase: guerra convencional

Cualquier dramaturgo comprende el error de tener a un actor de comedias como protagonista de un drama. Esa es la tragedia ucraniana. Sin mayor experiencia en política, todo parece indicar que Zelenski actuó en base a las promesas o insinuaciones que le hicieron sus potenciales socios, más allá de que sus convicciones podían coincidir con esas líneas de acción. Fue así que, pese a las reiteradas y explícitas advertencias de Rusia, mantuvo el rumbo de colisión, quizás en el convencimiento de que Putin nunca se atrevería a actuar contra un país que estaba respaldado por la Unión Europea y la OTAN. Pero de concretarse tal eventualidad, se estrecharía el cerco militar sobre la Federación Rusa, algo que no tolerarían dado que los pondría en una situación de extrema vulnerabilidad. Para respaldar los dichos del jefe de Estado, entre enero y abril de 2021 el ejército ruso hizo una concentración de unos 20.000 efectivos cerca de la frontera con Ucrania. En enero de 2022 fracasan las negociaciones entre Rusia y la OTAN. El 21 de febrero Rusia reconoció formalmente las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, lo que revirtió, al día siguiente, en un paquete de sanciones por parte de la Unión Europea. Para entonces, ya había desplegados 200.000 hombres en la frontera con Ucrania. Tres días después, dispuso lo que eufemísticamente llamó “operaciones militares especiales”, que fue la invasión del territorio de Ucrania.

Aunque estando las operaciones en desarrollo es difícil establecer precisiones, es posible hacer algunas observaciones respecto del desempeño militar. Conociendo los antecedentes del ejército ruso en Georgia o en Chechenia, aunque sería posible remontarse a Afganistán, cuando aún era el Ejército Rojo soviético, es notable la actuación minimizando el daño a la población civil. En este punto hay que ser muy cautos, debido a que la propaganda de ambos bandos tiende a tergiversar la realidad en favor de cada uno. Nosotros somos blancos, principalmente, de la propaganda occidental, que apoya abiertamente a Ucrania. Por ello no hay que aceptar de manera acrítica todas las informaciones, particularmente aquellas de mayor impacto emocional, porque las mismas no son sobre la guerra, sino que forman parte de la misma. Los cadáveres de civiles aparecidos en Bucha, por ejemplo, hasta tanto se determine fehacientemente qué ocurrió (y esto puede suceder mucho tiempo después de culminada la guerra), es imprudente asignarlo a cualquiera de los bandos, por más que haya elementos para imputarlo a uno o a otro. Despejando, hasta donde es posible, la propaganda, hay hechos objetivos que permiten inferir el extremo cuidado de las fuerzas rusas sobre la población civil. En primer lugar, la cantidad de exiliados, cifrados hasta el momento en alrededor de cinco millones (más del 10% de los habitantes), que es un número menor que el de desplazados, es decir, población que se mueve hacia el noroeste a medida que avanzan las fuerzas rusas. En segundo lugar, la no destrucción de las líneas férreas y las carreteras, que no sólo permiten los corredores humanitarios para el repliegue de la población, sino también la llegada de suministros para Ucrania, sobre todo de armas, que le envían las potencias de la OTAN. En tercer lugar, la no destrucción de las comunicaciones, algo que pueden realizar física y/o electrónicamente. La desarticulación de las comunicaciones es una de las primeras misiones en un ataque, y lo hizo Estados Unidos en Irak y Afganistán (se intentó, pero no se pudo hacerlo, en Yugoslavia, donde se bombardearon estudios de televisión). Compárese con la actuación del contingente multinacional en Irak o Afganistán, o con lo hecho por la propia OTAN en Yugoslavia (o con lo hecho por los rusos en Chechenia) y se advertirá que se toman extremas precauciones que están tomando.

Tal comportamiento es completamente razonable si se tiene en cuenta que para los rusos tan importante como conseguir sus objetivos actuales, que son fundamentalmente destruir toda capacidad militar ucraniana y evitar su acceso a la OTAN, es la posguerra. A diferencia de las guerras en que suelen participar europeos y estadounidenses, muy lejos de sus fronteras, los rusos deberán seguir conviviendo con los ucranianos como vecinos, por lo que es necesario actuar con mesura, concentrándose en los blancos militares, cosa que, a casi dos meses de desarrollo de la contienda, puede decirse que vienen realizando de manera sistemática y contundente. El único revés, más propagandístico y moral que efectivo, fue el hundimiento del crucero insignia de la flota rusa del mar Negro, el Moskvá. No comprometió en absoluto las operaciones navales, que son de apoyo y suministro a las tropas terrestres.

Con la caída de Mariupol, y la unificación del frente sur con el este, parece iniciarse una segunda fase, y se observan grandes concentraciones de equipos con vista a lo que puede ser la consolidación de la región del Donbas (incluso no sería descabellado que se “reviva” de algún modo la República de Járkov), el control total de la ribera del mar Negro y el mar de Azov, y/o el avance para la destrucción total de toda capacidad militar ucraniana.

Balance provisorio

El balance militar es claro y no ocurrieron sorpresas. Ucrania no tiene cobertura aérea (solo emplea helicópteros y drones, que son de baja letalidad y relativamente fáciles de combatir) ni la puede tener ya que, aunque le suministraran aviones, carecen de pilotos que los puedan volar, y de aeropuertos desde donde operar, ya que los aeropuertos fueron y son blanco de la artillería y la misilística rusa.

El incierto suministro de armas y parque por parte de la OTAN (incierto porque hay anuncios reiterados en tal sentido no hay precisiones sobre tales provisiones), así como la ayuda económica, solo alimentan un conflicto que militarmente es, hasta donde puede verse hoy, difícilmente reversible. Pero esto muestra de manera más o menos clara que la guerra no es de Ucrania sino en Ucrania, entre Rusia y la OTAN, donde Ucrania pone el territorio, las pérdidas de infraestructura, y la mayoría de los muertos. Un vapuleado Zelenski hace lo que mejor sabe hacer: posicionarse frente al público occidental, presentándose como víctima del villano Putin. Pero que Putin sea o no un villano no cambia que la guerra no es un atributo personal, sino que escala por la intención de la OTAN de cercar aún más a Rusia.

Las contradicciones de la población ucraniana, lejos de intentar se socavadas fueron exacerbadas por los diferentes gobiernos desde la disolución de la Unión Soviética. Esto, alimentado desde afuera por la OTAN y por Rusia, generó una guerra interna que comenzó en 2014. El período de Trump generó un impasse en el conflicto, pero la asunción de Biden (quien, recordemos, había sido vicepresidente del belicoso Obama) hizo recrudecer las tensiones, y empujó a Rusia a la guerra. La OTAN puso los motivos y, presuntamente, buena parte de las armas y del sostén económico para que Ucrania asuma el trabajo sucio y ponga el sufrimiento en su territorio (“ayuda” que, oportunamente, se encargará de cobrar). El tiempo, por ahora, corre a favor de los rusos. El gobierno de Ucrania sobrevive solo por la asistencia externa. Provisionalmente la perspectiva es una victoria militar de Rusia, razón por la que posiblemente se estén tomando recaudos respecto de la población civil, pensando en la posguerra. Pero indudablemente pierde en términos globales. Tampoco la OTAN saldrá airosa de este conflicto. El gran ganador, pareciera ser China, que no sólo subordina a Rusia en términos comerciales, sino que aparece como expectante, observando por encima el conflicto en el que se desgatan potenciales adversarios. Estados Unidos, involucrándose de manera tan clara en la guerra, no se puede proponer como árbitro del mismo; este papel se lo reserva China. Pero se trata, todavía, de especulaciones.

Otro capítulo complementario, pero no menos importante, es la disputa económica. Tras la exclusión de algunos bancos rusos del sistema Swift y el congelamiento de activos del Estado ruso en el exterior, Moscú replicó exigiendo el pago del gas que provee a Europa en rublos para todos los países que participan de las hostilidades económicas con ellos. Esto no solo revaluó el rublo, sino que tensiona al euro y al dólar, en un momento en que el yuan se va posicionando como pretendiente a disputar la primacía de la moneda estadounidense como unidad de transacción internacional, lo que además se apoya en el desarrollo del yuan virtual. El contexto de aumento de precios de alimentos y del gas, como efecto directo e inmediato de la guerra, deteriora el valor relativo del dólar.

Son todas estas razones las que llevan a pensar que cuanto más dure esta guerra, peor saldrán parados sus protagonistas; Ucrania, que muy probablemente pierda más territorio, no sólo Crimea sino la región del Donbas y, quizás, sus puertos en el mar de Azov y el mar Negro; a Rusia le costará mucho reponerse en el marco internacional (aunque no pudieron expulsarla del G-20), y ha quedado subordinada comercial y económicamente a China; la OTAN muestra sus límites como matón internacional, y pierde credibilidad para futuras incursiones; Europa acelera su decadencia política y económica; y Estados Unidos saldrá golpeado política y económicamente. No es un juego de suma cero. Es de suma negativa.

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