Por Nuria Giniger
El Genocidio (1975-83) inaugura un proceso de disciplinamiento de la clase obrera argentina, con la derrota de los proyectos populares emancipatorios, que desarraiga la premisa cultural que enseñaba que la vida era plausible de ser mejorada por el camino de la lucha y de los proyectos colectivos. Luego la Hiperinflación (1989-1990) y la Desocupación masiva (1997-2003), consolidan un proceso de concentración – centralización global del capital, proletarización de nuevos sujetos sociales y disciplinamiento de inmensas masas de trabajadores y trabajadoras. Este proceso de realización del genocidio con la destrucción de la vida, la subjetividad y el trabajo a través del cierre de fábricas, como plan de reorganización de la división mundial del trabajo, dejó para nuestro país y el Cono Sur el renovado lugar de productores de materias primas. La última reconversión productiva tiene sus particularidades: para el sector agrario, la velocidad en tiempo y su extensión en espacio. La colonización de la soja tiene su origen en la década del 90, en la que desaparecen el 75% de las unidades productivas y se despliega la “sojización”: soja transgénica + glifosato + siembra directa; junto con la desaparición de la regulación estatal de exportaciones (Junta Nacional de Granos y Carnes) y asunción por parte de las transnacionales de este rol (Cargill, Dreyfus, Aceitera General Deheza, Bunge, Molinos Río de la Plata, etc.). Este proceso, además, aumenta exponencialmente el valor de la tierra, transformando la llamada “agricultura familiar” en pequeños y medianos arrendatarios improductivos (con hábitos de las clases medias urbanas: individuación, reducción de descendencia, pluriactividad, profesionalización), que le alquilan sus tierras a pooles de siembra, conformados por grandes empresas transnacionales o vinculadas al capital transnacional, que tienen riesgos mínimos. Asimismo, estos pooles subcontratan la producción: la maquinaria y mínima cantidad de trabajadores (2 horas de trabajo anuales x hectárea de soja).
Estos procesos llamados genéricamente “flexibilización laboral”, también se despliegan en el sector industrial: implican transformaciones en la organización del trabajo en base a lo siguiente: 1) la extracción sistemática del saber obrero, con el fin de objetivarla maquínicamente (proceso que por otra parte se acrecienta a partir de la incorporación de la informatización), que se ejecuta en los grupos de mejora, líderes, polivalencia funcional, etc.; y 2) la profundización del control descentralizado, a través del auto-control, el control por grupos y la informatización del control laboral. Este proceso que va desde mediados de la década del 70 consolida la “mejora continua”, que se extiende a toda la sociedad, en tanto el proceso de concentración y centralización capitalista también se profundiza. La monopolización/oligopolización extiende a nivel global las condiciones y formas de organización del trabajo, tanto a las empresas madres como a las subcontratistas. Los procesos de tercerización y subcontratación, como forma de segmentar a la clase obrera, bajar costos productivos y condicionar las ramas industriales. Este proceso tuvo su correlato institucional-legal: además de las leyes laborales promulgadas durante los 90 (desregulación laboral y privatización de la seguridad social) se firmaron convenios colectivos. Entre 1991 y 1999, se homologaron 517 CCT, que estuvieron signados por la flexibilidad contractual (períodos de prueba, etc.) y regulación flexible (jornada laboral, organización del trabajo y modalidad de remuneraciones). Es importante mencionarlos, debido a que ha quedado instalado socialmente que en los 90 no se firmaban CCT ni Actas Acuerdo. Este elemento falaz desresponsabiliza y desdibuja el rol de las conducciones sindicales en la década, permitiéndoles, entre otras cosas, aggiornarse. Asimismo, identificar la participación de los sindicatos –muchos de ellos- en la flexibilización, a través de la negociación de prebendas y negocios propios es central para comprender la tardanza y excesiva prudencia en su aparición que hoy estamos viviendo.
El proceso de segmentación y heterogenización de la clase obrera de todos modos debe ser cuidadosamente analizado: hay un mito que plantea que en los 90 comienza una creciente precarización del trabajo. Esta idea de “trabajo precario” oculta las características reales de la clase obrera. Se interpreta a los y las trabajadores de nuestros países con herramientas europeas (trabajador varón, blanco, fornido, que llega a la fábrica al amanecer y se va a su casa 8 horas después). La clase obrera, producto de la división mundial del trabajo y de las experiencias históricas, es heterogénea. Hay y hubo, desde su aparición histórica, segmentos de la clase obrera más favorecidos y menos favorecidos. Estas características diferenciales en cuanto a condiciones de trabajo, salario y acceso a bienes públicos y privados de forma relativa, fueron variando según las relaciones de fuerzas históricas. En el último proceso histórico, la clase obrera se segmenta tanto según rama de actividad, como inter-rama, como por género, edad, región, etc. (por poner un ejemplo sencillo, las condiciones de trabajo y salario de los trabajadores textiles es muy diferente a las de los aeronáuticos; pero además, dentro de la propia rama textil, se segmenta profundamente entre los hombres cortadores, las mujeres costureras, que están bajo régimen regulado; y aquellos hombres, mujeres y niños que trabajan en talleres clandestinos, incluso bajo el régimen de cama caliente). Sin lugar a dudas, esto además está sesgado por coyunturas de movilización y desmovilización, en las que las condiciones empeoran o mejoran relativamente. De esta forma, cuando interpretamos los despidos que actualmente se están desarrollando y los asociaciamos estrictamente a la “precarización del trabajo” (contratos temporales) estamos desconociendo la situación general de la clase trabajadora, que mayormente es precaria y pobre. Este proceso social de concentración y segmentación de la clase obrera es acompañado con interpretaciones posibilistas acerca de la clase capitalista, que particularizan entre capitales productivos (buenos) y capitales financieros (malos). Desde esta perspectiva, la ofensiva capitalista de los 90 (y hoy en la CEOcracia) fue llevada adelante por los capitostes de los buitres: los bancos, las financieras, los organismos internacionales de crédito. Sin embargo, siguiendo a Marx, la formación del capital siempre tiene esta doble condición productiva y financiera, pero es el trabajo el que crea valor. Aún cuando la especulación y la timba hayan aumentado a nivel mundial es la explotación del trabajo la que reproduce y amplía el capital.
Esta forma de particularizar y caracterizar al capital, además tomó una forma específica en nuestros países, en los cuales el proceso de desestructuración industrial fue tan abrupto. Se configuró un mito: el capital productivo es capital nacional/bueno; y el financiero es internacional, ajeno, destructor, deshumanizado, salvaje, buitre. La igualación de la contradicción capital-trabajo a la contradicción nacional-internacional, es un viejo debate, pero sin embargo, vale recordar que el capitalismo es ajeno, destructor y deshumanizado en cualquiera de sus momentos históricos (y en todos los espacios territoriales que coloniza), porque se acumula a partir de la explotación del trabajo ajeno, el despojo, la desposesión, la destrucción. Pero además, las formas de organizar el trabajo y los procesos de acumulación se articulan de forma orgánica a nivel mundial, así como muchos de los sentidos que fetichizan las relaciones sociales. Por supuesto, lo nacional-internacional encarna una contradicción, con productividad histórica e implica un anclaje territorial-institucional del capitalismo realmente existente. La historia de la lucha de clases tiene su territorialización, su experiencia concreta, que además de estar signada por los condicionamientos internacionales de relaciones entre clases sociales mundiales, están organizados en espacios regionales y nacionales. No hay capitalismo sin Estado y la forma Estado es Nacional. Y como tal, ya se ha dicho muchas veces, el Estado es al mismo tiempo instrumento (de organización y dominación) de las clases dominantes y cristalización de las relaciones de fuerzas sociales. Por último, este proceso de concentración-fragmentación, se reforzó con la impunidad de los crímenes del Terrorismo de Estado, y el aumento del poder de las fuerzas represivas, especialmente de las fuerzas policiales, en detrimento de las FFAA. Ya para fines de la década del 80, Toto Zimerman tuvo que inventar el concepto de “gatillo fácil” para identificar una práctica que se haría cada vez más frecuente y aún por momentos, legitimada socialmente. En Argentina, el incremento de los negocios ilegales (prostitución, drogas, armas, etc) bajo la égida policial no hicieron más que incrementar el dominio territorial de las policías federal y provinciales, cuyo poder se fortaleció subjetivamente con el desprecio a los sectores populares a través de la misoginia, el racismo y el clasismo en general.
Hemos caracterizado como “el fin de los consensos neoliberales”, varias veces el proceso de luchas populares in crescendo, que en nuestro país tuvo su epicentro en las jornadas históricas de diciembre de 2001. En aquel momento, la ausencia de alternativa política revolucionaria impidió ampliar la ruptura de los consensos a niveles más orgánicos y ocupar aquel espacio momentáneo de falta de dirección e incapacidad del bloque dominante de reorganizar sus fuerzas y redireccionar al conjunto de la sociedad. Es decir, la crisis no podía ser caracterizada de proceso revolucionario, fundamentalmente por dos motivos relacionados entre sí: 1) los límites en la ruptura de los consensos, que no cuestionaban mayormente al capitalismo, sino a su forma neoliberal; 2) la ausencia de una fuerza política revolucionaria capaz de dirigir al conjunto de la sociedad, e incluso de profundizar la ruptura ideológico-cultural. En este sentido, la ausencia fue tanto de organizaciones de masas como de frente político. El debilitamiento de las organizaciones de masas tradicionales estaba en su máximo esplendor con la crisis del movimiento sindical y del movimiento estudiantil. En este sentido, vale hacer un balance profundo de las tareas que algunas conducciones sindicales ligadas al PJ cumplieron desde el fin de la Dictadura (cuyos elementos nodales pueden encontrarse en el llamado sindicalismo colaboracionista de Triaca -cuyo hijo, y no por casualidades de la historia, hoy es ministro de trabajo- y Cavalieri, quienes signaron lo que luego sería hegemónico para el movimiento sindical). También es central balancear el rol de las conducciones de los centros y federaciones estudiantiles ligados a la Franja Morada, que también instalaron una forma de ser y de hacer las organizaciones estudiantiles. La experiencia neoliberal con la democracia bipardista (de alternancia entre el PJ y la UCR) estuvo sostenida precisamente en esta reconfiguración de las organizaciones de masas, puestas al servicio de la destrucción de los derechos laborales y de los derechos educativos que se habían conquistado hasta el Terrorismo de Estado. A nivel laboral, implicó la negociación a la baja de convenios y actas de acuerdo, pero además la negociación y acuerdo de las privatizaciones (con la conformación vía el Programa de Propiedad Participada de empresas dirigidas directamente por los sindicatos y/o sindicalistas, como el archi-conocido de Pedraza y las tercerizadas).
En esta dirección, las organizaciones tradicionales se vaciaron, adquirieron una dinámica mercantilizada, se convirtieron o en empresas o en simples proveedores de servicios, y dejaron de ser mayormente herramientas de organización popular. Esto generó intensísimos debates dentro del campo popular entre quienes consideraban que había que reformarlas y quienes planteaban su agotamiento y la necesidad de fundar instituciones nuevas. Esas tensiones, sumadas a la incapacidad de las organizaciones de izquierda de contactar con las grandes mayorías, reforzaron las lecturas acerca de los “nuevos movimientos sociales”, que glorificaban la no – política y la no – organización, en un escenario de gran desconcierto respecto del sujeto popular, la clase obrera y las perspectivas revolucionarias. Los debates en los espacios latinoamericanos, tales como el Foro de San Pablo durante los 90, hoy nos permiten ver con mayor claridad la profundidad de la asimilación del pensamiento reformista y posibilista en las izquierdas latinoamericanas, para quienes el socialismo era algo demodé. Las movilizaciones de diciembre de 2001, entonces, encontraron a un pueblo harto, desesperado, con hambre y con organizaciones pequeñas y atomizadas que no terminaban de resolver un norte común. Sin embargo, la creatividad popular y la iniciativa política y organizativa de grandes masas pudo por momentos salir de la crítica de su situación concreta, corporativista, para pasar a niveles de profundización críticos e incluso organizativos muy interesantes. Muchas de estas experiencias transitadas han quedado en la memoria popular (piquetes y asambleas barriales) y forman parte del acervo combativo de nuestro pueblo. En este contexto, la asunción de Kirchner a la presidencia tuvo en el discurso inaugural las pistas de la nueva etapa. El nuevo presidente postuló que su programa de gobierno consistiría en un capitalismo serio y humano, en la reconstrucción del capitalismo nacional. Es decir, se propone recuperar la legitimidad pivoteando entre dos tipos de capitalismo: el bueno y el malo. Esta antinomia configura la propuesta de reconstrucción hegemónica que el kirchnerismo va a desplegar.
En este proceso abierto, Kirchner tuvo el desafío de suturar la crisis de gobernabilidad, para reorganizar económicamente al país. Para ello, recuperó demandas populares y las resituó en la construcción de una apuesta hegemónica. En este sentido, bajó los cuadros de los genocidas y se puso al frente del reclamo histórico por la anulación de los juicios (luego en 2005 ratificadas por la Corte Suprema). Este elemento que se constituye en el principio del fin de la impunidad, también se asume desde distintos sectores y organizaciones de derechos humanos, como el principio del fin de la etapa comenzada en 1976. Sin lugar a dudas, la apertura de los juicios, la cárcel común a los genocidas y la restitución de la identidad a los militantes desaparecidos y a muchos de sus hijos, rompe el cerco impune que la Argentina transitó por veinte años. Sin embargo, la ruptura de la impunidad tampoco rompió los consensos con el capitalismo: paradójicamente erosionó la legitimidad que aún contaba la Dictadura y el Terrorismo de Estado, desarmó la Teoría de los Dos Demonios, reconstruyó gran parte de la historia reciente, pero no avanzó mucho más allá en el cuestionamiento al orden social. El cuestionamiento judicial a los genocidas, en términos económico-políticos, a lo sumo generó la expectativa de la vuelta a las relaciones sociales anteriores a 1975. Y de alguna forma, se instaló un relato histórico que tiene al peronismo de 1973 como el mejor momento de la historia nacional, como “el” momento de victoria popular. Y más allá de las apreciaciones comparativas al respecto de la distribución del ingreso, lo que habilita esta mirada es correr de lado la definición de que el capitalismo, en cualquiera de sus expresiones, es incapaz de resolver las necesidades y deseos de las mayorías; y sobre todas las cosas, que el socialismo y el comunismo serán las relaciones sociales que nos permitan satisfacernos. Es innegable que frente a años de neoliberalismo y “Estado mínimo”, la propuesta del kirchnerismo fue poner al Estado a intervenir de forma visible en la política económica. La devaluación asimétrica y el nuevo tipo de cambio favorecieron el incremento de las exportaciones (en un contexto favorable al precio de los commodities) y con ellas la transferencia hacia el sector industrial mercado-internista. Este proceso se desplegó a través de obra pública, créditos diversos y medidas de promoción al consumo. Este lugar de privilegio, debido a la entrada de divisas, en el que nos puso nuevamente la división mundial del trabajo, fortaleció las reservas nacionales. El desafío también era disminuir el desempleo, y lenta pero sostenidamente la reactivación industrial –desarrollada en base a capacidad instalada que había quedado ociosa con la crisis– fue reabsorbiendo a las masas de desocupadas y desocupados.
Asimismo, para 2005, se produce la propuesta de reestructuración de la deuda externa, sin revisión de su legalidad ni legitimidad. Este no es un dato menor, debido a que la deuda externa como eje de debate social había sido un mojón de organización y acumulación de todas las vertientes de la izquierda. La invisibilidad de la crítica e incluso la tibieza de los pronunciamientos al respecto, comienzan a mostrar que la estrategia de recomposición hegemónica -basada en construir dos polos, uno de centro-izquierda y otro de centro-derecha, ambos contenidos por el kirchnerismo y sus aliados- daba sus frutos. Kirchner reestructuró la deuda, no la revisó legalmente, y hoy a los ojos de la historia fue una de las iniciativas más festejadas. Pareciera que hace falta recordar que la deuda externa estaba compuesta de la estatización de la deuda privada que Cavallo hizo en el 82 de las empresas genocidas, más los endeudamientos del genocidio económico de Menem y De la Rua. Sin embargo, el 2005 también es el año de No al Alca. Los comandantes Fidel y Chávez incentivaban un acercamiento con Lula y Kirchner, como estrategia para salir del aislamiento y profundizar el proceso de integración popular latinoamericano. Esta alianza estratégica se cristaliza en la Cumbre de Mar del Plata en la cual se le dio la espalda a la estrategia yanqui, por primera vez en la historia de América del Sur, después de la conformación de los Estados Nacionales. Kirchner respondía a una necesidad histórica, producto de años de lucha y combates, de limitar el poderío yanqui en la región. Pero nuevamente, este componente anti-yanqui propio del movimiento popular argentino en todas sus vertientes, no necesariamente derivó en mayores niveles de confrontación anti-imperialista.
En este mismo proceso, sin embargo, la movilización popular había abandonado lentamente su carácter general (incluido el debate de la deuda externa) y con el desempleo en retroceso, se sitúa en la lucha reivindicativa por aumento salarial y condiciones de trabajo. La CTA y la CGT todavía estaban unificadas y cumplieron un rol [contradictorio] en las luchas reivindicativas entre 2005-2007. En este proceso, además, hace su reaparición otra herramienta del movimiento sindical tradicional que son las comisiones internas, que motorizaron la conflictividad en aquel periodo, incluso con la victoria de agrupamientos de izquierda (este proceso, aunque no hegemonizado por él, en parte luego será capitalizado por el trotskismo en la constitución del FIT). Estas tensiones dentro del movimiento sindical comienzan a resquebrajar las unidades hasta allí logradas, que a partir de 2008, con la ruptura de la CGT no cesan de dividirse hasta 2012. La imposibilidad de profundizar la consolidación institucional de un nuevo sindicalismo clasista en Argentina, terminaron de hacer eclosionar un movimiento sindical debilitado, sin autonomía y sin proyecto propio. Cristina Kirchner gana las elecciones en 2007, en una alianza con un sector del radicalismo. El kirchnerismo había logrado, como apuesta hegemónica, dejar sin espacio a la izquierda anti-capitalista, convertir a la centro-izquierda en la frontera y comenzar a consolidar una izquierda sin proyecto real, sin capacidad de disputa seria y muchas veces funcional a la derecha. Al mismo tiempo, y con la victoria de Macri en la CABA, también ayudó a consolidar una “aparente” derecha boba, pero que hoy la historia demostró que de boba e incapaz no tenía nada. El “dejar hacer” del kirchnerismo para con el macrismo es uno de los errores históricos más serios que estamos hoy pagando. Esta construcción de “enemigo”, por parte del kirchnerismo tiene su origen en la Tragedia de Cromañón, en 2004. Con la muerte de 194 jóvenes, se puso en juego la tríada materna del huevo de la serpiente, parida en la dictadura: negocios asociados con corrupción estatal, omnipotencia de las fuerzas represivas (especialmente de la policía), y la política como negocio. Cuando el naciente macrismo establece un acuerdo con Telerman para realizar el juicio político y destituir a Ibarra, el kirchnerismo vio la oportunidad de soltarle la mano a la centro-izquierda, desconfigurar la transversalidad prometida y mantener su juego político dentro del PJ, en alianza con los sectores más de derecha (De la Sota, Insfrán, Gioja, Romero, etc.). La ruptura del cascarón del macrismo yace sobre 194 jóvenes muertos. El gobierno de Cristina, por su parte, tiene tres aspectos importantes para resaltar: 1) una política exterior de dos puntas, hacia América Latina y hacia los yanquis; 2) la crisis del “campo” y la constitución del “enemigo oligarca”; 3) la consolidación de conquistas populares, sin autonomía de masas.
Respecto del primer punto, es importante señalar cómo CFK despliega en un mismo proceso la consolidación de la alianza latinoamericana comenzada en el No al ALCA, en los acuerdos de UNASUR, aún con profundas contradicciones, como la extradición de los seis luchadores paraguayos. Hacia 2010, reemplaza a Taiana por un canciller vinculado con Israel, que tensiona las posibilidades de profundización de la integración popular y tiene como ejemplo más palpable la aprobación de las leyes de la Doctrina Antiterrorista. En cuanto al segundo elemento, el conflicto por la 125 se basó en la necesidad del Estado de ampliar, vía retenciones a la exportación, la recaudación, es decir, que el partido de gobierno disponga de una porción de la renta agraria diferencial para continuar y/o profundizar sus políticas (incluidas las de bienestar). Y aunque estamos hablando de una distribución de la riqueza ínfima respecto a las ganancias extraordinarias de los sectores exportadores (como pocas veces en la historia de nuestro país, gracias al contexto de precios internacionales, pero también a las políticas económicas desde 2003), se consolidó un proceso de construcción de un verdadero “enemigo poderoso frente a un gobierno popular”. Aunque el kirchnerismo favoreció el crecimiento del extractivismo y de la sojización, aparecieron contradicciones con estos sectores que configuraron los años venideros, en un contexto de crisis mundial que desnudó nuevamente la incapacidad del capitalismo de resolver las necesidad humanas. Y es interesante además señalar el carácter profundamente antiperonista de la denominada oligarquía argentina: mientras que el peronismo muchas veces cumplió el rol de reponer la gobernabilidad, suturar las crisis de representatividad e incluso de hegemonía, un sector de la burguesía vinculada especialmente al agro no le perdona sus concesiones y símbolos populares. Este es un elemento importante, también, para caracterizar al Macrismo.
La crisis mundial, 2008-2009, no solo se expresó en los sectores agrarios, sino también en la industria. El gobierno nacional limitó los despidos con aumento de subsidios al sector, especialmente con el RePRO, que consistió en el pago de una porción del salario de los empleos del sector privado industrial por parte del Estado, de forma no remunerativa. No estamos hablando solamente de empresas chicas, sino que el Estado –además de los subsidios a la luz y al gas- le proporcionó una parte del pago de salario a grandes empresas que amenazaron con reducir costos laborales (despidos, en este caso), amparados en la crisis internacional.
Las posiciones respecto al conflicto “del campo”, que nunca llegaron a tocar seriamente los intereses de los grandes grupos concentrados, hicieron un parteaguas en la historia argentina: los “campestres” (mesa de enlace -con la consecuente destrucción virtual de la Federación Agraria-, sectores de izquierda que fueron furgón de cola y terminaron de perder legitimidad, agrupamientos políticos de centro-derecha o de derecha, que se posicionaron explícitamente contra las retenciones) y los que defendieron la política del gobierno y quedaron definitivamente incapacitados en construir una posición autónoma. Esta posición también partió al movimiento popular, entre quienes se encuadraron y quienes no y quedaron relativamente marginales (excepto en las políticas sectoriales). Este conflicto, entonces, profundizó la configuración de dos bloques: el “nacional y popular” y el “oligarca”. Por fuera, la izquierda “boba”. Así estaba planteado por Ernesto Laclau en su asesoramiento a CFK: configurar dos polos discursivos antagónicos. No se trata de otra cosa que de llenar el “significante vacío”, es decir, construir un enemigo discursivo, que permita transitar sin profundidad de intereses la consolidación hegemónica. Este lugar le tocó al campo oligarca y a Clarín, sin importar que muchas veces las políticas económicas los favorecieron. Esta construcción histórica le da cuerpo político-ideológico a la supuesta contradicción entre “capitalismo bueno/humano/serio” y “capitalismo malo/inhumano/buitre”. Se profundiza la idea de que los sectores de la burguesía se disputan entre esos dos proyectos, que en la burguesía tienen existencia real y concreta esos dos sectores, y se retoma un análisis tipológico, positivista y dogmático de la historia.
Además, la antinomia “nacional y popular” vs. “oligarcas” tiene otros dos significantes asociados: el “Estado” vs. el “Libre Mercado”. La constitución de un bloque “nacional y popular” y el conflicto de la 125 dieron empujón a la creación y/o fortalecimiento de organizaciones kirchneristas: La Cámpora, el Movimiento Evita, Miles, etc. Sin embargo, son organizaciones vinculadas al Estado, bajo la justificación de que el Estado completa el sentido del proyecto político que encarnan. La falta de autonomía frente al Estado constituye una forma de militancia muy particular, sumamente subordinada en sus iniciativas a las políticas públicas, financiada desde el Estado, sin proyecto popular autónomo, que más adelante mostrará su incapacidad de conducir (especialmente en el balotaje). Así y todo, este conflicto da lugar a la consolidación de políticas de profunda raigambre popular, conquistas que tensionan no solo los sentidos asignados al “kirchnerismo, lo nacional – popular y el Estado”, sino que transforman sustantivamente la vida del pueblo argentino, como con la Ley de Medios; la AUH y AUE; el Matrimonio Igualitario e Identidad de Género; la Recuperación del ANSES (fin de las AFJP, ampliación exponencial de la cobertura previsional, al 90%); Plan Conectar Igualdad, Fines, Nuevas Universidades y Progresar; acceso popular al consumo cultural (Tecnópolis, CC Kirchner, Casa del Bicentenario, Encuentro, Paka Paka, etc); la reestatización de Aerolíneas Argentinas, Tandanor, Fábrica Militar de Aviones, 51% de YPF; Creación del Ministerio de Ciencia y del de Cultura; Procrear; Fabricaciones Militares, etc. Estas medidas, sin lugar a dudas, son derechos conquistados en años de lucha, pero también son producto de la voluntad política del gobierno. Esto pone en tensión y nos obliga a cuestionarnos acerca de la posibilidad de profundizar, con la conducción de CFK, las contradicciones históricas y otorgarle un sentido de transformación radical, máxime con el comienzo de una etapa de retroceso en el proyecto latinoamericano y un estado complejo del movimiento popular argentino. El 5 de marzo de 2013, muere el Comandante Chávez y el 13 de marzo asume Bergoglio como Papa. Estos dos hechos son un símbolo del comienzo del fin de una etapa signada por contradicciones que asumieron un carácter popular transformador, en algunos países de la región, como Bolivia, Venezuela y Ecuador; y en otros, un progresismo capaz de recomponer la hegemonía, a través de la ampliación de derechos y una distribución del ingreso progresiva. Este proceso de disputa está claramente en marcha, entre la resistencia a pasar a una etapa defensiva y la ofensiva de restauración (que en algunos países como Honduras y Paraguay se desplegó a través del golpe de estado).
El año 2015, estuvo signado por el proceso electoral. La primera contienda que avizoraba el momento actual tuvo lugar en la provincia de Santa Fe, en donde el socialista Lifchitz se enfrentó contra el macrista Del Sel. La victoria del socialismo santafesino fue muy ajustada. Mientras este escenario se desarrollaba, el kirchnerismo entró en una dinámica sostenida por la rosca habitual del PJ, resuelta por CFK, subestimando la capacidad de armado del radicalismo y la imagen positiva de Mauricio Macri. En CABA, el candidato del FPV, Mariano Recalde quedó en tercer lugar y se consolidó un balotaje entre dos fuerzas de centro-derecha (Lousteau, con más proporción de radicales y Rodríguez Larreta), pero que forman parte del mismo espacio que hoy conduce el país. Como hipótesis, pareciera que ese balotaje funcionó como una interna virtual entre el PRO-CAMBIEMOS (radicales), que luego condicionó el armado del gabinete (y cargos) nacional. Otro elemento significativo es la participación en las PASO de la provincia de Buenos Aires del FPV-PJ y cómo la victoria de la fórmula Fernández-Sabatella parte al PJ provincial. Estas elecciones dejaron en evidencia la autonomía relativa que el PJ sostiene dentro del FPV y aún más, la mínima influencia de los agrupamientos (Nuevo Encuentro, Movimiento Evita, La Cámpora, el PC, etc.) no pejotistas en el armado y dirección de la política. Por otro lado, también queda en evidencia cómo opera el macartismo en la construcción del FPV y los límites en las alianzas con el PJ. Las elecciones presidenciales tuvieron dos tiempos, la primera y la segunda vuelta. Esto es porque la decisión de CFK de que fuera Scioli el candidato, bajo una sentido que se fue instalando respecto de que “por derecha se gana”, demostró incapacidad, verticalismo y falta de iniciativa de las fuerzas progresistas y de izquierda del FPV, cuya “respuesta”, incluso con el candidato puesto, fue no salir a hacer campaña “por izquierda”, que demostraron la falta de iniciativa y un sentido del posibilismo arraigado profundamente en las conducciones políticas populares. No hubo siquiera intencionalidad de poner cercos a lo que –eventualmente- sería la presidencia de Scioli. Sin embargo, al candidato “obvio, aglutinador, más convocante” le fue mal en la primera vuelta y en ese estado de desmovilización, tuvimos un balotaje con Mauricio Macri.
Frente esto, un sector mayormente representado por las políticas del gobierno kirchnerista, incluso militantes o adherentes de base a alguno de los agrupamientos progresistas y de izquierda, tomaron la campaña en sus manos, con mucho reflejo popular, llevándola a las calles, a las plazas, a las estaciones de trenes. Frente a la parálisis de las conducciones de las organizaciones, y con la experiencia parida del 2001, muchos compañeros y compañeras recuperaron atributos de debate popular, de crítica, de iniciativa, que estaban adormecidos, en un escenario que se vivió sintomático de la crisis de representatividad y sobre todo de ausencia de conducción clara. La pérdida de autonomía y la ausencia de crítica de las organizaciones populares frente al Estado son el escenario en el cual la ofensiva imperialista toma cuerpo en la región: venciera electoralmente en Argentina, en el referéndum boliviano, avanzara con el golpe en Brasil y diera sus mejores batacazos en Venezuela, que aún resiste. Por primera vez en nuestro país, gana por elecciones un partido de derecha explícito. El 51% votó a sabiendas, porque jamás lo ocultaron, al candidato de la devaluación, la quita de retenciones, la pérdida del poder adquisitivo del salario. Contra la “soberbia” y “las cadenas nacionales” (con mucho de misoginia, porque rompió el estereotipo de la mujer suave, dulce y no confrontativa), votaron contra CFK y al votar contra ella, votaron la revancha clasista, sexista y elitista. A solo cinco meses desde la victoria del Macrismo, la transferencia de riqueza al sector concentrado se desató implacablemente: devaluación, quita de subsidios a la luz y al gas, aumento exorbitante de precios de los alimentos, aumento del precio de los combustibles, apertura de las importaciones, 140 mil despidos entre trabajadores estatales y privados, estigmatización de los trabajadores del Estado, cierre de programas y dependencias públicas vinculados a políticas de bienestar. Pero además, da pasos firmes hacia la criminalización de la protesta: Milagro Salas está detenida; balearon a los chicos de una murga del Bajo Flores, están pidiendo documentos y multiplicando las razzias, han transferido la policía federal al ámbito porteño. Hay signos de que la estrategia de fortalecer el poder policial es indispensable en la aplicación de políticas de ajuste.
Otro elemento significativo para caracterizar al gobierno actual es la presencia de gerentes y presidentes de empresas como ministros y funcionarios de gobierno. Esta característica merece ser analizada, porque ya hace años que la etapa viene siendo caracterizada como “gobierno de las corporaciones internacionales” (según David Harvey, por ejemplo), pero que los CEOs se invistan directamente como funcionarios es algo interesante a tener en cuenta, en tanto la mediación de los políticos en la articulación orgánica Estado-Empresas respecto de los negocios, pareciera estar desestimada por el PRO. Este es –sin lugar a dudas- el gobierno de los monopolios, del poder concentrado. Aquellos civiles de la Dictadura que el Poder Judicial evitó que juzgáramos, hoy nos gobiernan con el mismo libreto que en 1975: disciplinar al campo popular, a través del terror (a los despidos; a que no alcance para alimentarse, vestirse y tener vivienda; a las represalias; a la represión), para destruir lo conquistado y habilitar que la crisis internacional (que impacta especialmente a las economías ligadas a la exportación de materias primas, por la baja en el precio de los commodities) la afronten los sectores populares. Esta derecha recalcitrante inicialmente intentó desplegar un proceso de articulación e incluso cooptación de algunas organizaciones populares. Intentó lavarle la cara al Imperialismo Yanqui con la visita de Obama en el aniversario del 40º del Golpe, pero no pudo convencer al pueblo argentino, que se movilizó masivamente el 24 de marzo. Lo intentó con el sindicalismo cegetista, pero el viernes 29 de abril, en una masiva movilización de todas las centrales sindicales podría haber comenzado la ruptura de esos lazos. Al gobierno de las corporaciones le cuesta mucho que su política de ajuste tenga alguna organización popular que explícitamente salga a plantear acuerdos. Sin embargo, esto no termina de fracturar algunos sentidos que articulan al gobierno con alguna fracción del pueblo desorganizado, e incluso con la tibieza de algunas organizaciones. El movimiento popular tiene al menos tres debilidades hoy:
1) La parsimonia de los dirigentes de asumir un lugar en el nuevo escenario. Pareciera que –más allá de honrosas excepciones -, los dirigentes políticos y sindicales tienen temor a elaborar apreciaciones y caracterizaciones, y aún mucho más intentar mantener al menos hasta donde estaba, el poder adquisitivo del salario, los empleos y las conquistas populares. Esta relación tirante entre dirigentes y dirigidos en el pueblo es una tensión que se sostiene y que tiene que ser resuelta en unidad. La movilización del 29 de abril puede ser una punta de lanza en esta dirección, siempre y cuando las bases continúen empujando a los dirigentes (y cada vez más) y se consoliden espacios genuinamente organizativos por abajo, que permitan marginar la estrategia del PJ de resolución por arriba y habilite la aparición de nuevas direcciones orgánicas a un proyecto de país realmente soberano. Para eso hace falta voluntad, organización y dirección política. 2) La desorganización y la falta de experiencia militante de muchos compañeros y compañeras, sin las arcas del Estado. Esta es una debilidad explícita, debido a que hay mucha militancia, pero sin capacidad de golpear al Estado, sin iniciativa, acostumbrada a resolver política y organizativamente su construcción bajo la égida de las políticas públicas. Esta militancia tiene que aprender a resistir, a confrontar, a exigirles a sus dirigentes políticos que se muevan, que recuperen la crítica en la cabeza y en los pies y que ayuden a construir autonomía popular. 3) La imposibilidad de pensar con cabeza propia, autonomía y proyecto de largo plazo, dejando de lado el macartismo y el sectarismo, fortaleciendo la unidad como bandera y la emancipación humana como proyecto. La consigna “vamos a volver”, que se escucha desde la plaza del 9 de diciembre, en la cual miles y miles de personas fueron a un duelo colectivo, no plantea el desafío de resignificarla en un sentido profundo y con proyección histórica. No es un “vamos a volver” cerrado, no solo indicaría el deseo de una nueva presidencia de CFK en 4 años. Es una oportunidad de evitar que el PJ vuelva a instalar qué hay que hacer, quién lo va a hacer y cómo lo van a hacer, dejando nuevamente a las mayorías sin poder de decisión de nuestro futuro.
Hay un espacio político y cultural abierto, que hay que llenar con iniciativa, con organización, con unidad y con proyecto político. En Comodoro Py, con una multitud bajo la lluvia, CFK planteó la necesidad de la conformación de un Frente. Ella lo caracterizó como Frente Ciudadano y la ciudadanía es el leit motiv del proyecto burgués. Nuestro desafío está en sortear la alternancia entre el “capitalismo bueno” y el “capitalismo malo”; de anclarnos en la urgencia frentista para avanzar más allá de los límites de lo posible, más allá de la ciudadanía, más allá de lo que hoy se hace evidente: dentro del capitalismo las mayorías no pueden resolver sus necesidades básicas, en el largo plazo, ni acá ni en ningún lugar del mundo. Hoy, en plena resistencia al ajuste, hay a fortalecer las organizaciones de masas y construir organización y dirección política allí donde el pueblo está desorganizado. Sobre dos ideas clave, que el capitalismo es incapaz de resolver las necesidades de las mayorías y que la organización popular es capaz que destruir, construir y reconfigurar nuevas relaciones de fuerzas sociales, hay que impulsar la creación de una alternativa popular que venza al macrismo y su CEOcracia, pero que sea capaz de tomar por abajo, por arriba y por los costados el gobierno del Estado para organizarlo a su imagen y semejanza.